Época: arte islámico
Inicio: Año 1085
Fin: Año 1500

Antecedente:
Disgregación del arte islámico

(C) Alfonso Jiménez Martín



Comentario

El dominio de los fatimíes sobre Egipto (969-1171) representa un factor de estabilidad y nexo de unión entre las dos etapas artísticas a las que cronológicamente pertenecen; por ello los mencionamos también aquí, reteniendo el interés de los edificios funerarios y las innovaciones que en el XI introdujeron en la arquitectura militar, síntoma de la debilidad que se había apoderado del Islam y que no fue sino una premonición de la crisis que los cruzados pusieron de relieve; de ésta, a la que evidentemente no fueron ajenas fuerzas internas del propio Islam, salieron beneficiados los ayyubíes; esta dinastía fue fundada por el kurdo Saladino, que unificó zonas tan dispersas como Yemen, Iraq, Arabia, Siria, Palestina y el mismo Egipto. A este abigarrado conjunto correspondió, bajo la obediencia abbassí y la restitución de la ortodoxia religiosa sunní una federación semifeudal de Estados y regiones autónomos, en la que se articuló una pirámide de dependencias mutuas. Los ayyubíes supieron iniciar el rearme ideólogico del Islam al restablecer cierta unidad y oponerse con éxito a los cruzados, aunque para ello, siguiendo la tradición, hubieran de recurrir a ejércitos de mercenarios (beréberes en Occidente y turcos en Oriente), que acabarían tomando el poder para sí mismos. Este fue el caso de los esclavos (es decir Mamalik, llamados por nosotros mamelucos) que tomaron el poder en Egipto en 1250.
Bajo los ayyubíes, estos mamelucos fueron cuerpos de élite reclutados entre esclavos adquiridos ex-profeso, procedentes de levas entre cristianos, turcos, eslavos y circasianos y que, cuando adquirieron conciencia de su poder, suplantaron a sus dueños; se mantuvieron como señores absolutos de Egipto y Siria hasta 1517, fecha en que desaparecieron como estructura política, pero no como grupo de presión y cultura, todavía perceptible en el Egipto decimonónico. Su poder decayó no sólo por el empuje de los otomanos, sino por lo disminuidas que estaban sus finanzas, a causa de la desaparición del papel de intermediarios que habían ejercido durante la Baja Edad Media. A partir de los conceptos artísticos de los fatimíes, caracterizados por una depurada artesanía, ayyubíes y mamelucos representan otras tantas etapas distinguibles básicamente en función de los sucesivos mecenas.

La tradición abbasí de reclutar mercenarios atrajo, sobre la base de la expansión de los nómadas asiáticos, a sucesivas oleadas de pueblos que, tras ser islamizados y limitarse durante algún tiempo al papel asignado por sus señores, fácilmente alcanzaban el poder. Las primeras reclutas masivas de turcos partieron de los samaníes, quienes se vieron pronto suplantados por los gaznawíes, asentados en Gazna (Afganistán) desde 977 hasta el 1187 y cuyo mayor mérito fue la conquista del noroeste de la India.

La siguiente oleada fue más poderosa y duradera, ya que los turcos Oguz, que pasarían a la historia bajo la etiqueta de silyuqíes, tras desplazar a los anteriores hacia Oriente, ocuparon Irán e Iraq y en 1055, ya en Bagdad, reconocieron al califa abbasí de turno. Su actividad unificó los dispersos feudos en que estaba dividido el Estado bagdadí y puso fin a la expansión fatimí por tierras de Siria; finalmente consiguieron ocupar una parte importante de Anatolia, que no había dejado de ser cristiana. Para muchos investigadores es este periodo el que representa la culminación del proceso creativo del arte musulmán oriental.

A mediados del XIII Irán era el asiento de unas tribus de nómadas mongoles, que en nuestra historia se denominarán iljaníes, sucesores de Gengis Jan; a pesar de que finalmente se convirtieron al Islam, fueron un factor de depauperación de la reunificada Persia, cuya población rural, ajena al Islam, entró en su definitivo ocaso. Ni que decir tiene que la dependencia que estos nómadas manifestaban respecto al Gran Jan de Pekín se tradujo en una influencia extremoriental en la cultura del Irán, pero no deja de ser curioso que esta conquista de los mongoles, más allá de unos elementos artísticos o culturales, no significó una aportación étnica cuantiosa sino un refuerzo de la turquización.

La tercera oleada fue la del tristemente célebre Tamerlán, bien conocido gracias al relato del embajador español, Ruy González de Clavijo o del tunecino de ascendencia sevillana, Ibn Jaldun; lo más significativo fue su rápida iranización, quedando como nueva dinastía de origen militar, los timuríes, asentados en la legendaria Samarcanda. Este periodo, continuado por los turcomanos y saffawíes hasta el siglo XVIII fue el último realmente creativo del Irán, si hemos de creer los relatos de los viajeros y nos guiamos de las edificaciones que aún restan en pie, rotundas y coloristas en las cúpulas bulbosas que cubren sus mausoleos y mezquitas, desde Samarcanda a Isfahan.

Para continuar nuestro catálogo de dinastías y reinos hemos de volver momentáneamente atrás, pues mientras todo esto sucedía en la península de Anatolia se desarrollaba un proceso extraño; esta montañosa región, como frontera de la provincia omeya de Yazira, fue una inmejorable protección para Bizancio, ya que, si bien en el año 674 habían comenzado los asedios a la propia Constantinopla, lo cierto es que desde la época de la conquista de Al-Andalus las fronteras se habían estabilizado. En el siglo X los bizantinos habían iniciado una tarea, no siempre afortunada, de consolidación y reconquista, pero a la postre fueron los silyuqíes quienes, al derrotarlos en 1071 consiguieron ocupar el interior, quedando en manos de los cristianos las orillas del Mar Negro y el Egeo.

Allí fundaron el sultanato de Run con capital en Konya, que sobrevivió hasta la invasión de los mongoles, en el siglo XIII aunque los efectos del cambio no fueron más allá de la modificación del régimen de gobierno, que pasó a ser un protectorado, dominado culturalmente por refugiados persas; esta situación se prolongó hasta fines del siglo, cuando el protectorado se descompuso en un mosaico de principados en los que la base popular de lengua turca estaba gobernada por una élite que usaba, al menos en parte, el persa como lengua culta. Cuando el sistema de dominio de los mongoles se hundió, estos principados, reducidos en su número por sucesivas anexiones, comenzaron una activa política internacional, a favor o en contra de Bizancio. Su faceta artística, y especialmente arquitectónica, a lo largo de los siglos XIII y XIII se caracterizó por una influencia bizantina y armenia, cristiana en fin, que dio una construcción en piedra además de unas diferencias formales basadas en las que el frío clima de la zona imponía.

En este ambiente nació el principado otomano, como consolidación de la casi imperceptible penetración de grupos turcomanos en comarcas próximas a la actual Ankara, con grupos islamizados cada vez más próximos a Nicea y el Mar de Mármara. Ya a mediados del XIV habían invadido territorio continental europeo, pero no fue hasta 1453 cuando Constantinopla cayó bajo las banderas del Islam; para entonces, ya estaban bien asentados en los Balcanes y preparaban la invasión de Transilvania, Moldavia, Crimea, Mesopotamia, Siria y Egipto, país este último que conquistaron precisamente en 1517.

Los musulmanes alcanzaron el Indo el mismo año en que vieron por vez primera el Guadalquivir, de tal manera que el Sind y el Punjab constituyeron una provincia omeya, pero la conquista de aquel extenso territorio budista no fue acometida hasta mucho más tarde, concretamente a fines del siglo XII cuando desde los territorios de Gazna (hasta 1187) y Gur (hasta 1215) comenzó la expansión; en esta tarea, cuyo único precedente había sido la efímera penetración de Alejandro Magno, tomaron parte elementos culturales y étnicos muy complejos, pues la expansión turca ya había comenzado a generar un intenso movimiento. Evidentemente fue Persia, con toda su complejidad cultural y lingüística, la provincia abbasí que, por proximidad geográfica, aportó lo sustancial.

Se han perdido casi todos los restos artísticos de las primeras etapas de esta dominación a occidente del Indo y por ello hay que recurrir a las construcciones que, en Delhi, dejaron los sultanes mamelucos desde la última década del siglo XII y durante todo el XIII y una de cuyas características fue el sincretismo de elementos variopintos.

Las distintas etapas de la India musulmana, ya fuese bajo un único dominio general o bajo un mosaico de sultanatos más o menos autónomos, pueden resumirse telegráficamente en los nombres de sus dinastías básicas; éstas fueron las de los hilgíes (1290-1520), tugluqíes (1320-1414), sayyíes (1414-1451) y lodíes (1440-1520) algunas de las cuales fueron vasallas de turcos y mongoles; bajo estas etiquetas se esconden realizaciones arquitectónicas y artísticas en las que elementos iraníes, peor o mejor entendidos, se mezclan con los hindúes tradicionales y tipologías importadas del Asia Central, que a su vez eran ya mestizas. La cabecera de la India islámica fue durante todo este periodo Delhi, de la que dependían sultanes regionales que dominaban feudos como Yaunpur Malva, Cachemira, Guyarat y el Decan que, como Delhi, cayeron bajo el dominio de Babur, tras la decisiva batalla de Panipat, en 1526.